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Rusos blancos en Chile: pocos, pero de gran impacto cultural

Desde hace más de un siglo la inmigración rusa en Chile ha sido modesta en términos numéricos, pero ha realizado aportes significativos en la sociedad chilena, especialmente en las ciencias y las artes. Un capítulo muy relevante es el exilio de los «rusos blancos»: aquellos que emigran huyendo de la guerra civil y del bolchevismo.

Después de la revolución rusa comienza el exilio de los llamados «rusos blancos», aquellos que emigran huyendo de la violencia y del bolchevismo.

Tal como aparece en el volumen «Rusos en Chile» (Ariadna Ediciones), publicado en 2009 por la historiadora rusa Olga Ulianova -fallecida en diciembre de 2016- y por la historiadora chilena, doctora en Historia por la Universidad Complutense de Madrid y docente de la Universidad de Santiago, Carmen Norambuena, «las utopías sociales, tan propias de la idiosincrasia rusa, por un lado, y las conclusiones pragmáticas acerca de las posibilidades de la inserción profesional, por el otro, traen en los años 20 a los primeros exiliados rusos posrevolucionarios a América Latina».

Frente a las dificultades que encuentran en Europa las comunidades agrarias cosacas, algunos líderes se hacen eco de la visión utópica de América del Sur que se les presenta como la tierra prometida de los agricultores libres. Pero en nuestro país, tal como es constatado en el texto «Rusos en Chile», «no hubo en el período de entreguerras intentos de colonización rusa agraria ni de inmigración dirigida, como en algunos países de la región. Todos los casos de inmigración ‘rusa blanca’ de ese período se refieren a la inmigración individual y familiar. Con muy pocas excepciones, se trató de re-emigración desde los países de Europa Central y Occidental, desde Harbin en China, o desde la vecina Argentina».

La historiadora Carmen Norambuena explica a «Artes y Letras» que un importante flujo migratorio se produce entre los años 20 y 30 del siglo XX, y que, en total, se puede hablar de unas 80 a 90 personas que integraron durante esos años la colonia «rusa blanca» en Chile, de la cual se consiguió localizar, con nombre y apellido, a 74 personas, todas ellas con un alto nivel educativo: ingenieros, médicos, abogados, economistas, agrónomos, artistas y músicos. «Pero el gobierno del general Ibáñez detuvo las puertas abiertas a la inmigración, por miedo a la llegada de posibles agentes comunistas. Se estableció la suspensión del otorgamiento de cartas de nacionalidad a los ciudadanos de la URSS con menos de seis años de permanencia en Chile. Había miedo ante estos ‘sospechosos de comunismo’ que podrían trastocar la relativa calma y tranquilidad, que podrían alterar el orden. Pero, la verdad, la gran mayoría de los que llegaron fueron ‘rusos blancos’, para diferenciarlos de los rusos rojos o bolcheviques», advierte Norambuena.

Como se lee en «Rusos en Chile» el pequeño tamaño de esta colonia en nuestro país no permitía llevar una vida tan encerrada y ensimismada como la que mantenían las colonias rusas en Europa. A modo de ejemplo, una particularidad notable que destaca en todas las fuentes orales y escritas que dieron forma a esta publicación es que «los inmigrantes rusos, gente culta y con buena preparación en su mayoría, encontraron una acogida muy calurosa en este país. Apareciendo como portadores de la cultura europea, se convirtieron en un acontecimiento, en un polo de atracción para los sectores cultos de la sociedad chilena. A diferencia de los países europeos y de la vecina Argentina, en Chile un inmigrante que tenía algo que decir y algo que aportar, era escuchado, y más aún, puesto en condiciones que le permitían manifestar talentos y capacidades que, a veces, desconocía poseerlos».

Entre otros profesionales de ese período, destaca el escritor e ingeniero Pavel Shostakovski: el único de los inmigrantes rusos residentes en Chile, en los años 20 y 30, que dejó testimonios escritos de su experiencia. Nacido en Moscú en 1877, en una familia de la nobleza ilustrada, después de la Revolución de 1917 abandona Rusia clandestinamente, cruzando a pie el congelado golfo de Finlandia donde -una vez instalado- recibe una invitación laboral en Italia para la empresa automotriz Fiat. De Europa es trasladado por la misma firma a Argentina y luego, por razones de salud y pérdida de trabajo, se radica en Chile. Su esposa, Evguenia, era cantante lírica y después de dar conciertos en el Municipal de Santiago, organizados por la Sociedad Bach, fue invitada como profesora en el Conservatorio de Música de Santiago. Los amigos literarios chilenos de Pavel Shostakovski -como se consigna en «Rusos en Chile»- fueron «González Vera y Manuel Rojas, así como los ‘anarquistas aristocráticos’ criollos Pedro Godoy y Carlos Vicuña. Los primeros ejercicios literarios de Shostakovski fueron apoyados por Alone».

El libro testimonia que uno de los primeros emigrantes blancos en llegar fue Serguei Kushelev, quien será conocido como experto en artes y antigüedades, y también como artista; y una vez afincado en estas tierras consigue trasladar desde la Rusia soviética a su madre, a su hermana y un sobrino pequeño.

En la publicación de Ulianova y Norambuena se lee que «su hermana, Ludmila Andreevna Zausckevich, pianista egresada del Conservatorio de Moscú, alumna del compositor Glazunov, se ganaba la vida como profesora de música en Santiago y posteriormente en Valparaíso, donde la familia se traslada tras la muerte de Serguei Kushelev. El hijo de ella, Andrei Mijailovich Zauschkevich, que había nacido en Rusia en 1908 y llegó a Chile a la edad de 7 años, se convertiría con el tiempo en uno de los más destacados ingenieros de ese siglo y llegaría a ser director de la más importante empresa nacional: Codelco». En este último ámbito, en los años 70 -además de Andrei Zauschkevich-Nicolai Tschischow y Alexandr Sutulov ocuparon puestos clave en la Corporación del Cobre de Chile.

El volumen también dedica un espacio al empresario textil de origen armenio, nacido en 1908 en Tiflis (actual Tbilisi), en Georgia, Trdat Avetikian. Sus estudios superiores los realiza en el Politécnico de Milán (Italia), pero un compañero de curso chileno de apellido Cintolesi lo invita a viajar con él a Chile de vacaciones. A mediados de los años 30 del siglo pasado, Avetikian se propone instalar en Santiago una suerte de café ruso, con el nombre de «Boyarin», en Alameda 147: un local que adquiere bastante éxito por sus aperitivos y la presentación de cantantes y artistas de balalaica. Una vez abandonado el rubro gastronómico, se aboca a su exitosa empresa textil y a la fabricación de unas populares frazadas que se solían vender en Los Gobelinos.

Un científico y un pintor

Otro profesional destacado inmigrante -que las autoras sitúan en el capítulo «El exilio ruso blanco en Chile» y si bien se trató de un simpatizante bolchevique- es el científico Alejandro Lipschutz, nacido en Riga el 5 de noviembre de 1883, formado en la Facultad de Medicina de la Universidad de Gottingen en Alemania. En 1905, con el inicio de la primera revolución rusa, Lipschutz deja por un tiempo la universidad, regresa a Riga e ingresa a la organización bolchevique local. Casado con una alsaciana: Margarita Vogel, discípula de Jung, consigue una plaza laboral en Estonia y, después de una breve estadía en Europa Occidental, recibe -a sus 43 años- una invitación de la Universidad de Concepción y se traslada a Chile. En 1969, por sus importantes investigaciones biológicas, se convierte en el primer galardonado con el Premio Nacional de Ciencias de Chile. Amigo de Pablo Neruda, tal como se lee en «Rusos en Chile», el Premio Nobel escribió elogiosamente que «el hombre más importante de mi país en estos años en que escribo es don Alejandro Lipschutz de Santiago de Chile. El más universal de los chilenos nació lejos de estas tierras, de estas gentes, de estas cordilleras. Pero nos ha enseñando más que millones de los que aquí nacieron».

También «Rusos en Chile» dedica unas líneas al pintor Boris Grigoriev, quien abandona Rusia en 1919 y desde 1921 se instala en Francia, país donde alcanza un importante prestigio como retratista. Llega a Chile en 1927 invitado por el connotado artista, folclorista y músico Carlos Isamitt, a quien conoce en París. Pese a estar un año en este país sudamericano, su impacto en el arte moderno nacional fue tremendamente relevante. Entre sus amistades chilenas estuvo la artista María Tupper, madre de la recordada dramaturga nacional Isidora Aguirre. «El taller de Grigoriev se convirtió en todo un acontecimiento. Marcó a toda la llamada generación de 1928 en el arte chileno», sentencia el libro «Rusos en Chile».

A pesar de las diferencias culturales, la inserción de los inmigrantes rusos en el Chile de la primera mitad del siglo XX no fue un proceso tan complejo como podría pensarse, ya que hay rasgos comunes entre las idiosincrasias rusa y chilena. Olga Ulianova señaló en una entrevista concedida a «El Mercurio» , en 2010, que estamos ante «sociedades que tienen mucho de tradicional, en las que se les da gran importancia a la idea de familia y existe conservadurismo en los hábitos cotidianos. En el mundo soviético, por ejemplo, la mujer estaba plenamente integrada en el aspecto laboral, pero en cuanto a las formas de comportarse había muchas normas conservadoras».

La generación del retorno

A principios de los años 60, un grupo importante de jóvenes chilenos -alrededor de 300- fueron a estudiar a la URSS, y, de ellos, 114 regresaron a Chile casados con rusas. Lo mismo ocurrió con las esposas rusas de los exiliados políticos chilenos del régimen militar que regresaron al país tras la llegada de la democracia.

Carmen Norambuena añade que, en los 90 del siglo XX, cuando se reanudan las relaciones entre Santiago y Moscú, «por lo menos unas 80 o 70 familias regresaron. Este último grupo, del retorno, corresponde mayoritariamente a profesionales con título universitario que se integran en el comercio y, muy especialmente, en las universidades. Los centros de educación superior se comienzan a llenar de gente muy preparada, con investigación avanzada en distintos campos. La Universidad de Santiago debió haber recibido 9 u 8 investigadores en química, en física y ciencias sociales».

Norambuena remata que en materia de inmigración rusa no podemos hablar -a lo largo de la historia- de oleadas, porque nunca hubo una llegada masiva al país y añade que «cada momento es relevante: la época de los marinos, la llegada de los rusos blancos y, particularmente, de los judíos rusos. Hoy siguen siendo muy pocos los inmigrantes, pero todos son de primera línea intelectual. Su aporte en las artes, la música, la literatura y en la ciencia misma son invaluables. Son pocos, pero de gran impacto».

Maureen Lennon Zaninovic
Artes y Letras 
El Mercurio

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